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El récord de Lauven Vogelio


Un cuento de Roberto Fontanarrosa del libro Nada del otro mundo (1987)


La meseta de Colquechaca es una altiplanicie situada en Bolivia, no muy lejos de Poroma, casi en la cordillera central. Su altitud es de 3900 metros sobre el nivel del mar y allí el aire es tan puro que aspirarlo es como inhalar un puñado de vidrio molido o hielo seco. La visibilidad es perfecta y parece probarlo el hecho de que un cóndor puede distinguir su presa desde más allá de los 1700 metros y diferenciar perfectamente si se trata de un cúi (especie de conejillo de Indias) o un Land Rover.


El acceso a la meseta es difícil y peligroso. El transporte ideal para alcanzarla es el noble yack, pero la inexistencia de tal mamífero tibetano en el cono sur de América hace que deba recurrirse al burro.


Fue así, a lomo de burro, que pude llegar a dicha planicie. El empecinamiento que me hizo arrostrar los peligros de verme precipitado en algún barranco, la molestia del soroche (el apunamiento) o el riesgo cierto de ser atacado por un guanaco, no era vano.

Yo sería el único periodista testigo de uno de los mayores acontecimientos deportivos del siglo: la ruptura violenta del récord de los nueve segundos en los cien metros llanos. Tras cuatro días de marcha entre pulidas rocas, delgados caminos de cornisa y pequeños aludes producidos por los cascos de mi cabalgadura, llegué al campamento de Lauven Vogelio, el profesor Bruges, y un equipo de quince ayudantes entre los que se contaban algunos coyas que hacían las veces de traductores, guías y cronometristas.


El campamento constaba de dos barracones muy amplios con dormitorios, vestuarios, cafetería, enfermería y cocina, todo plegable, y había sido transportado, al igual que el personal, en un helicóptero Super Frelon desde Maiquetía (Venezuela). Ellos no habían recurrido al burro, pese a que habían transportado una docena de ellos en el mismo helicóptero. Luego, al conocer al profesor Bruges, comencé a comprender los porqués de tanta organización, de tanto fanatismo en el cuidado de los más mínimos detalles.


Recién al día siguiente de mi arribo pude tomar un café con el profesor e iniciar la primera etapa de mi reportaje.


-¿Qué lo ha llevado, profesor –le pregunté- a elegir esta meseta sudamericana, para la prueba más rigurosa de su pupilo ?

Bruges me observó largamente desde atrás de sus anteojuelos sin marco. Es un hombre muy delgado y su cuerpo demuestra el físico emparentado desde siempre con el deporte. Cercano a los 74 años, sus brazos y piernas son tensos y fibrosos y revelan al hombre que, durante quince años, ha practicado intensamente, a nivel de altísima competencia, el aeromodelismo.

-La resistencia del aire –me contestó, al fin.- En estas alturas, el aire padece de una notoria disminución de densidad y el cuerpo de un individuo lanzado a toda marcha lo pliega, lo aplasta y lo hiende con la facilidad con que esta cuchara separa este trozo de manteca.

Bruges unió el ejemplo a su palabra y recibí sobre el rostro dos tibios salpicones de manteca. El profesor hizo caso omiso al detalle.

– Cuando uno está luchando, no ya contra los segundos, no ya contra las milésimas de segundo, no ya contra las centésimas de milésima de segundo, sino contra la millonésima de centésimas de segundo, cualquier posibilidad de bajar la más despreciable unidad de tiempo no debe ser desdeñada.

-¿ Justificaría eso, según sus palabras, este traslado masivo, casi un operativo militar, a esta región perdida del globo ? –le pregunté.- Pocas veces he visto tanto desprecio reflejado en los ojos de un ser humano.

– Esto no es sólo una prueba deportiva, señor –murmuró, cuando pudo controlarse.- Esto es un experimento de resistencia física, que pone al hombre en los umbrales de nuevas conquistas maravillosas. Los resultados que pueden devenir de esta prueba pueden adelantar el estudio de las formidables posibilidades del hombre en su evolución corporal y mental en uno o dos siglos, constituyendo un hito comparable al del descubrimiento de la disgregación de la materia, el café instantáneo o el reloj cu-cú.


Yo, que vi la muerte multitudinaria por hambruna en Etiopía, que presencié desde cerca el asesinato de Anwar Sadar, en El Cairo, que conocí a la primera novia de un primo mío, que asistí (de niño) al momento en que mi abuelo retorcía el pescuezo de una gallina y luego soporté el instante en que mi abuela hacía lo propio con mi abuelo, nunca vi nada que me impresionase tanto como la figura de Lauven Vogelio. Eso fue recién al tercer día de permanecer en el campamento. Hasta ese día Vogelio había estado siendo sometido a una completa transfusión de sangre, que le reoxigenó los glóbulos rojos, le brindó a los blancos una ferocidad de hienas y lo devolvió a la pista con la iracundia de un misil.


Ahora pienso que yo, tal vez sin saberlo, ya había visto antes al atleta. Al segundo día de estar en Colquechaca, pasando frente a la carpa inflable que hacía las veces de quirófano, vi colgando de una soga, junto a la ropa interior del personal, una suerte de envase vacío y fláccido, que semeja un balón desinflado secándose al sol. No puedo jurarlo, pues lo vi desde muy lejos y algo distraído, pero bien podía haber sido aquello el mismísimo Lauven Vogelio aguardando ser llenado de sangre flamante, como tantas veces.


Lo cierto es que, al tercer día, sin tener mayores cosas para hacer entre aquella gente ceñuda y hosca como los ayudantes del profesor, o silenciosa y ausente como los coyas encargados de programar las computadoras, decidí estirar las piernas en un paseo destinado, más que nada, a estudiar la sedentaria conducta de los guanacos. Confieso que aquellos animales habían despertado mi curiosidad con sus miradas profundas y diáfanas, su permanente rumiar y sus escupitajos agraviantes. Máxime tras enterarme, a través de Pebas Bjorksele (uno de los coyas) que no se trataba de rumiantes sino que masticaban permanentemente coca. Las hojas del estimulante eran provistas a los animales por los mismos nativos, quienes de esa manera, los mantenían calmos y aletargados, a la vez que infatigables para el trote, la trepada de riscos y el transporte de bultos.


A poco de andar divisé a Vogelio estirando los músculos, solo en la llanura. Estuve contemplándolo sin que él reparase en mi presencia. Era un joven delgado y alto, tal vez cercano a los dos metros, con proporciones físicas comparables a las de un galgo por lo estilizadas y magras.


En todos sus movimientos dejaba la sensación de una incalculable potencialidad de velocidad latente. Estaba parado y parecía que andaba. Caminaba y era creíble la idea de que podía levantar vuelo en cualquier momento. De pronto, Lauven me vio y se acercó de inmediato. Desde lejos pude advertir el brillo de su sonrisa. Pero, ya cerca, cuando estiraba su mano para estrechar la mía, no pude evitar un respingo de estupor y rechazo. El cráneo de Vogelio estaba completamente rasurado y la piel, allí, ofrecía la tersura de la porcelana. Ese detalle no hubiese conmovido a nadie, de no mediar la visión de su nariz afilada y de sus orejas inexistentes. La nariz era bastante más larga que cualquier nariz prolongada y, la piel sobre el tabique nasal, estirada y tensa por más de una operación de cirugía estética, terminaba en una punta aguda como la original nariz de Pinocho. Las orejas brillaban por su ausencia y sólo se advertían los orificios auditivos, pulidos y exentos de rebarba. La barbilla, huidiza y casi inapreciable no parecía tener modificación artificial alguna. Las cejas no existían, depiladas por completo, como las pestañas. En verdad, no podía detectarse huella capilar en esa suerte de globo blanquecino, aguzado hacia la nariz, como un ariete.


– Comprendo su confusión –me dijo Lauven, sonriente y sin soltar mi diestra.- Me ocurre muy a menudo. Usted debe ser el periodista argentino.

Asentí con la cabeza y nos sentamos sobre unas rocas.

– Ocurre que el profesor –me explicó Lauven- se ha inspirado en el diseño del Concorde. Usted verá –dijo, pasándose un dedo por la cara – que se ha procurado evitar toda saliente o protuberancia que pueda ofrecer resistencia al aire. Las orejas, por ejemplo, me quitaban casi una décima de segundo.

– Comprendo. Comprendo – atiné a decir. Disimuladamente pude pasar mi vista por el resto del cuerpo de Vogelio, debilitada en parte la cruel atracción que ejerciera en mí su rostro. Vi, entonces, dos enormes cicatrices que nacían desde los empeines de ambos pies, trepando hasta las rodillas. Las señalé sin hablar, como un niño curioso.

– Ah…-exclamó Lauven-…me reemplazaron los huesos de las piernas por huesos sin médula. Huecos. El profesor lo descubrió estudiando los cuadros de las bicicletas de carrera. El hueso hueco es mucho más liviano y no pierde resistencia si se el suministra calcio en buena cantidad. Además, en la misma operación – Lauven articuló su pie derecho – el doctor Vlaandéren me modificó en un punto el ángulo de apoyo de la pisada. En Austria filmamos mi última prueba, entregamos todos los datos a la computadora y ésta dictaminó que yo pisaba mal. Vlaandéren me operó y mejoré una décima de segundo.


Lauven hablaba visiblemente satisfecho, ante mi gesto de cierta repulsa.


– Nada escapa al cálculo del profesor – agregó.- También introdujo otra variante, luego de que yo marqué 9’8” en Sarajevo. Me hizo sacar las dos costillas inferiores, las denominadas “falsas” – dijo, señalando sus flancos donde podía apreciarse un pálido hilo de carne suturada – una de cada lado. No servían para nada. Y era peso suplementario.

– ¿ No…no es demasiado ? – me atreví a preguntar.

– Por supuesto. Puedo bajar ese tiempo. Los 9’ 8” de Sarajevo son una marca mentirosa. Garuaba, además y, aunque usted no lo crea, la garúa ejerce una resistencia mensurable. Como la neblina. No correré nunca más con neblina.

– ¿ Piensa usted – pregunté – que todo esto, estos experimentos, estas mutilaciones que se han hecho sobre su cuerpo, tienen algún sentido, dejan alguna enseñanza para alguien ?

Lauven observó la lejanía.

– No son mutilaciones – afirmó – son adaptaciones lógicas para conseguir un diseño más apropiado. Es algo natural en cualquier disciplina y en cualquier trabajo. Yo no hubiese aceptado que se me cortasen las orejas de haber sido traductor. Pero soy velocista, no las necesito. El disparo de largada se efectúa desde tan cerca que puedo oírlo perfectamente. La historia tiene innumerables pruebas de esto. Las amazonas se extirpaban un pecho para poder disparar mejor sus flechas. En la segunda guerra, cuando las mujeres debieron suplantar a sus maridos en las

fábricas, se cortaron el cabello, impusieron un estilo de corte varonil y nadie se rasgó las vestiduras por eso.


Vogelio hablaba como recitando, pero no había enojo en su voz. Se lo advertía acostumbrado a dar ese tipo de explicaciones.

– ¿ Qué pretende demostrar usted – requerí – con este, digamos, despiadado régimen de eficiencia, de concentración, de entrenamiento ?

Vogelio tardó en responder. El viento, al resbalar sobre sus arcos superciliares, al deslizarse por sus fosas nasales, gemía como una quena. Llegué a pensar que tenía unidos, directamente, los conductos nasales y auditivos.

– No hay ninguna motivación diferente a la de cualquier atleta: el sentido de la superación – me dijo – simplemente. El lógico y humano deseo de superación. De fijarse una marca y quebrarla. Además, algunas organizaciones están pendientes de mis pruebas y recogen importante información y datos de ellas.

– ¿ Cómo cuales ?

– No conozco todas – confesó, y parecía sincero.- No es mi rubro. Pero sé que hay una importante firma de calzado deportivo detrás de esto, una marca de hamburguesas y una corporación que fabrica refugios antiatómicos.

– ¿ Refugios antiatómicos ?

– Sí. Una firma alemana. La velocidad en carrera de un ser humano puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Ganar dos segundos en un sprint hasta un refugio tal vez salve la vida a más de uno. No con respecto a los misiles pequeños, los antipersonales. Con ésos, si uno corre es peor. Como sucede con los perros.

Nos quedamos en silencio. El, observando el reverbero del sol sobre la planicie. Yo, observándolo a él.

– Usted dijo en un momento – continuó Vogelio- “entrenamiento despiadado”. No creo que sea tan así. Vea usted mis muslos – los señaló.- No han sido tocados. Acá no hay huesos huecos ni flexores laminados de acero. Están naturales, como cuando yo vine al mundo. Porque el profesor no desea convertirme en una máquina. Eso me invalidaría como un ejemplo viviente para el resto de los atletas o para los niños que aman el atletismo. Yo no puedo apartarme de la especie humana.


Asentí vagamente. Me conmovía su candidez y su cordialidad. Se puso de pie y caminó unos pasos. Parecía hacerlo en cámara lenta, como un mimo, pero asimismo, me recordó a un Mirage saliendo de su hangar.


– Debo dejarlo ahora. El doctor tiene que inyectarme unas hormonas – dijo.- Por un par de días no nos veremos. Supongo que podremos vernos el día previo a la prueba. A veces las hormonas –explicó – no me caen muy bien.

Parecía que le costaba alejarse.

– No le extrañe que hablo tanto – sonrió – pero hace años que vivo siempre rodeado de la misma gente. Por eso, cuando encuentro a alguien ajeno al grupo, procuro aprovecharlo. Y más si se trata de alguien de un país, por así decirlo, y usted no se ofenda, tan exótico como el suyo. ¿ Cómo andan esos carnavales ?

– Bien. Bien – acerté a decir, confuso.

– ¡ Qué hermoso lugar ! – exclamó, volviendo a mirar la meseta, tal vez contagiado de mi confusión.- Lo que puede la erosión. ¿Sabe qué elementos han provocado esta erosión?

– El viento – arriesgué.

– El viento y los instrumentos de viento. Los nativos de acá, desde siglos, tocan instrumentos de viento. Eso con el tiempo, influye. Ningún abuso es gratuito, amigo – me dijo, a manera de despedida. Agitó una mano y se alejó hacia el campamento.


En efecto, no volví a ver a Vogelio hasta dos días después, uno antes de la prueba final. La proximidad del momento clave había enrarecido el aire en el campamento y el nerviosismo se podía palpar incluso en los coyas, ya que se miraban entre ellos y hasta pestañeaban.


Cuando llegué al barracón del profesor tuve mi primera sorpresa. Vi, paseando junto a los helicópteros, una espigada mujer, de paso decidido y largos cabellos. Me impactó no haberme percatado antes de la presencia de una dama en el campamento, ya que no había visto hasta el momento ninguna representante del sexo femenino, máxime considerando que parecía tratarse de una mujer cercana al metro noventa de estatura.


Media hora después, cuando concurrí a la reunión previa a la prueba de entrenamiento, mi sorpresa se multiplicó por mil. La mujer en cuestión no era otro que Vogelio. Mordisqueando las cutículas de sus uñas nerviosamente, el atleta ofrecía una imagen física y social muy diferente a la que había mostrado en nuestro primer encuentro. Adusto, huraño, no pronunció palabra durante toda la reunión, persistiendo en alisarse una melena casi rojiza que le cubría los hombros. A todas luces no era peluca. Sobre el final, al despedirse, rumbo al vestuario, su voz lucía aflautada y con desniveles. Mostraba, también, un caminar levemente feminoide.


El profesor Bruges advirtió mi rostro de perplejidad. – Las hormonas suelen sentarle mal – dijo, a título de explicación.- Ya lo ve, se pone bastante esquivo y de mal talante. Pero luego se le pasa. Puede influir el hecho de que no hayamos conseguido, esta vez, hormonas de guepardo macho.

– ¿ Guepardo ? – me asombré.

– Conocerá usted el guepardo…-comenzó Bruges.

– Por supuesto que lo conozco. Son los seres vivientes más veloces sobre la Tierra.

– Bueno, ¡ imagínese lo que es alcanzarlo para sacarle las hormonas ! Le estamos haciendo un tratamiento a Vogelio a base de hormonas de ese felino. No intensivo, porque le ha causado algunos desarreglos de comportamiento, como incentivo de un cierto instinto depredador que lleva a mi muchacho a destrozar flores, comer papeles o perseguir sabandijas. Pero lo suficiente como para que desarrollo una suerte de contracción muscular previa al despegue mucho más efectiva y contundente.


No me permitieron presenciar la prueba de ensayo. El compromiso conmigo admitía sólo mi presencia en la prueba final, a efectuarse al día siguiente.

Pero al anochecer, de regreso el equipo al campamento, proveniente de la meseta, había caras de enojo y gestos de contrariedad y desaliento.


Estamos un segundo por sobre la marca buscada – alcanzó a deslizarme, tipo información de máximo secreto, el doctor Vlaandéren cuando pasó a mi lado.


Observé a Bruges y lo vi pálido y desencajado. Detecté, incluso, un destello de locura en sus ojos. Vogelio, más atrás, más inexpresivo, parecía lagrimear.


Al día siguiente, todo pareció conjugarse para el éxito. El aire tenía la pureza de un cristal y ni una brisa alteraba la calma de la mañana. Se había elegido como hora de largada el exacto punto del mediodía, con la finalidad de que la sombra de Vogelio se redujese al máximo procurando que no llegase a desconcentrarlo.


Ya sobre las nueve de la mañana, los camiones cargando los equipos de filmación, las cámaras de televisión y las computadoras partieron hacia la meseta.


El compartimento de Vogelio se mantuvo herméticamente cerrado y él no se dejó ver en ningún momento. El profesor, en cambio, anduvo desde muy temprano de un lado a otro, controlando todo y con huellas evidentes de no haber dormido bien. Por último, pasó a mi lado y, en un gesto inusual de cariño, me pegó un par de palmadas en el brazo. Detrás de él llegó el doctor y me invitó a acompañarlos en el jeep hasta la pista.


Media hora después estábamos apostados al lado de ésta, en medio de una maraña de cables, instrumentos de medición y auxiliares que iban y venían. Parecía increíble que, en aquella región inmovilizada por el tiempo, prácticamente inerte, pudiese desplegarse de pronto, tamaña actividad. Sobre las once de la mañana llegó Vogelio y la visión de su nuevo diseño me paralizó la sangre.


Le habían sido amputados ambos brazos. Apenas llegado comenzó a corretear, calentando los músculos.


– ¿ Parece una bala, no es así ? – la voz del profesor, a mi lado, me sobresaltó.

– Realmente –dije.

– Con esto, ganará algo más del segundo que nos hace falta – me explicó, confiado. Luego, sin esperar mi aprobación, se marchó a conversar con Vogelio. La concentración mental del atleta duró hasta cinco minutos antes de la largada. En tanto nos diseminábamos por nuestros puestos de observación, Vogelio realizaba los últimos movimientos elongatorios.


Cuando las cámaras comenzaron a filmar, el profesor trotó hasta el asiento que compartíamos con el doctor y se sentó. Allí sí, lo noté contraído y tenso.


Vogelio, lentamente, se acercó a la línea de largada. Nosotros estábamos como a unos cien metros, para evitar dispersar su atención, y sólo se encontraba cerca de él el largador, pistola en mano. A pesar de la distancia, pude apreciar que, antes de flexionarse, Vogelio miraba hacia nuestro banco y sonreía. Parecía haber recuperado el espíritu afable que yo le conocía.


Luego, siempre lentamente y ya por completo imbuido de su responsabilidad ante la historia del atletismo mundial, se agachó buscando la posición de partida.


La nariz aguzada al frente, sin los brazos, las piernas formidables curvadas y aguardando dispararse como una saeta, la figura de Vogelio era un emblema de la potencia.


Sonó el disparo y el muchacho pareció catapultado hacia adelante por un reactor espacial. Vi como un manchón esfumado por la velocidad, un frenético pistonear de las piernas, luego, algo que pareció desprenderse, un estallido y finalmente, Vogelio, convertido en una bola de fuego, se pulverizó en el aire.


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